Mira, no te voy a mentir, vine a estas vacaciones pensando en aventuras. Ver el mar abierto, descubrir calles perdidas, tal vez una caminata hacia un mirador espectacular. Pero aquí estamos. En el hotel. La piscina, la misma de siempre. Día tras día.
Mis amigas están encantadas, ¿eh? Se despiertan, se deslizan en el bikini, y en menos de media hora ya están flotando con un cóctel en mano. Y yo aquí, mirando el horizonte que nunca vemos, pensando en todo lo que podríamos estar viviendo. Pero no. Al parecer, la piscina es nuestro gran destino, el único lugar que pisaremos.
Al principio intenté convencerlas. “Vamos, salgamos a explorar, aunque sea una tarde”. Pero nada. Cada intento fue ignorado con una sonrisa y un “tal vez mañana”. Mañana… ¿sabes qué? Mañana nunca llega.
Y aquí estoy, atrapada en esta rutina de agua clorada y toallas empapadas. Mis ganas de salir se ahogan cada vez más. Quizá esto es lo que me toca. Quizá este viaje no es el que esperaba. Las risas alrededor me suenan lejanas, como si estuvieran en otro mundo, un mundo en el que no puedo entrar.
Me rindo. El espíritu aventurero que traía en la maleta se quedó sin aire. Y mientras ellas siguen en su paraíso de tumbonas, yo me quedo mirando el horizonte que no conoceré.